Lo de Jesús: encuentro entre lo sagrado y profano

En la esquina empedrada que forman Gurruchaga y Cabrera se emplaza la antigua casona, típica de la arquitectura porteña. La entrada, en ochava, es secundaria por dos hileras de mesas que ocupan la vereda.
Un grupo de brasileños entra con júbilo, pasadas las 12:30 de este mediodía de marzo. A pocos días de entrar el equinoccio de otoño, la tarde se inicia con una sensación térmica de 31°C y el sol bordea las cornisas, cubiertas por un verde resistente y que no se da por enterado del cambio de estación.
Adentro los comensales llenan lo que debía haber sido el salón principal de alguna familia acomodada de principios del siglo XX o, más que comprobable, un viejo almacén o pulpería tradicional. Doble altura, techo artesonado, escayolas de época. Y el piso, en damero a blanco y negro, ese tablero de ajedrez que está a punto de escenificar una batalla entre el hambre y las ganas de comer. Al par de arañas con caireles iluminan el espacio, las luces auxiliares embutidas, más contemporáneas, mientras que a la derecha, ya casi bordeando el techo, toman protagonismo dos secuencias de vidrieras rectangulares de color naranja y verde.
Lo de Jesús es una parrilla específicamente porteña, fundada en 1953, en el antiguo almacén de Jesús Pernas y su mujer, Lola, cuando el barrio de Palermo estaba lejos de ser el epicentro del turismo. En ese año convulso, hendido a sangre y fuego en la historia del país, brasas más felices se encendieron y se convirtieron en un punto de referencia para los amantes de las morcillas, del ojo de bife a medio término, del pan recién horneado y del buen caldo que por ese entonces llegaba en barricas.
En un mundo presto a huir de las experiencias calmadas, aquellas imposibilitadas de ponerse a 2x de velocidad para no aburrirse, la propuesta de Lo de Jesús es, de cierto modo, un acto de resistencia. Al igual que sucede en las casas de familia de todo el país, más o menos afortunadas, el ritual del asado convoca tiempos humanos que atraviesan la historia: el sacrificio que da sentido, gracias a la carne. En este caso, cortes de novillos Aberdeen Angus o Hereford, macerados por un máximo de 21 días, que se asan sobre quebracho blanco y carbón orgánico.
En alianza con La Malbequería, los preliminares de esta rutina de entre 2 y 4 horas, se inician con el ofrecimiento de vino para maridar mejor el condumio. Si bien hay un blend de Carmenère, muy tentador, la frutalidad del Malbec -con etiqueta propia- hace más explícita la promesa de la recomendación del día: “Hoy está muy buena la tira de asado”. Y para esperar el milagroso prodigio, raciones para compartir de provoleta estacionada, chorizo y las tradicionales achuras o casquería.
Mención aparte merecen los chinchulines, cuya untuosidad de manteca pareciera, por momentos, tener la consistencia de un paté, pero su crocante cubierta demuestra la maestría de los asadores. ¿Habrán sido sumergidos por largas horas en leche y ramas? Las mollejas, en cambio, cumplen con rigor aquel principio de “menos es más”, tanto en marinación como en cocción, cumpliendo así un papel de puerta basculante hacia el chorizo, jugoso, debidamente embutido para ser cortado con uno de los cuchillos de la casa, empuñadura de cuerno vacuno mediante.
Al llegar la tira de asado las entradas han hecho su efecto. El paladar está debidamente ajustado para recibir el placer profano, el momento íntimo entre los jugos exudados y el resto del cuerpo. Como decía Manuel Vázquez Montalbán, “lo único providencial es la muerte, y todo lo demás es instinto y cultura”. En ese sentido, la salivación previa alcanzada en la degustación de la provoleta, contrasta con el crujido estremecedor de los dientes, mordiendo “descarnadamente” las fibras, los nervios y todo lo que produce en cada comensal el acto plácido de comer la carne del sacrificio para honrar la vida.
El acompañamiento elegido forma parte de la blandura con la que se matizó la incisión de cuchillos y dientes: espinacas a la crema. Su delicadeza, al igual que las tiernas zanahorias grilladas que ya probamos en otros momentos, son adecuados, porque reconducen a las papilas a la tranquilidad. No toman protagonismo, realmente saben dejarse estar y servir como dulce complemento o como preludio del postre. El tiramisú y el flan con crema y dulce de leche, compartidos con alternancia, coronan el momento. Sin embargo, el mascarpone se lleva los laureles.
En la sobremesa, café como broche oscuro de cierre, se demuestra que en este lugar la culpa es inexistente. El precio se justifica en cada bocado. Los rostros que nos circundan están disfrutando el presente como un dogma de fe.
Muchas parrillas convencen pero ésta logra fidelizar. Y en eso hay una diferencia estructural: brasas orgánicas, parrillas bien calibradas, asadores profesionales, atención dedicada que no se consigue en otros establecimientos, un sommelier con capacidad de entender el gusto de cada grupo y una ambientación consonante con el género que ofrece. En la zona están algunos de los mejores restaurantes del país, y Lo de Jesús no escapa a esta clasificación: exacerba el deseo de regresar y sostiene el recuerdo durante un largo tiempo entre quienes lo han conocido.
–Marsolaire Quintana para Latitud2000